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Los Collyer, vidas en ruina

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Doctorow interpreta en «Homer y Langley» el mito neoyorquino de los dos hermanos de Harlem que murieron sepultados entre objetos

«Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento». Así arranca la novela de E. L. Doctorow (Nueva York, 1931) sobre los hermanos Homer y Langley Collyer, una maravillosa recreación de un mito que, como es el caso de tantos otros neoyorquinos de su generación, formó parte durante años de su vida cotidiana. En la primavera de 1947, el novelista tenía 15 años y vivía en una ciudad de leyenda llamada Nueva York, llena de gánsteres, grandes peloteros de béisbol y todo tipo de héroes urbanos. Una mañana, los periódicos alumbraron la historia que se sumaría inmediatamente a sus sueños de adolescente.

El 21 de marzo, alguien hizo una llamada a la Policía informando de que había un hombre muerto en un edificio de piedra rojiza de cuatro pisos, en la Calle 128 con Quinta Avenida, en Harlem. Los agentes habían oído hablar de los dos hermanos que lo habitaban. No les eran ajenas tampoco las ventanas cerradas con tablas de la casa y el insoportable hedor que ésta desprendía durante los veranos. Los bomberos no pudieron inicialmente entrar en la vivienda que se encontraba taponada por pilas ingentes de periódicos y toneladas de otros objetos; por tanto no hubo más remedio que realizar un agujero en la azotea del edificio para poder colarse en él.

Los hermanos, como el lugar en que vivían, habían sido supervivientes de otro tiempo. En el siglo XIX, Harlem era blanca y próspera, un escenario perfecto para personajes de ficción extraídos de los relatos de Edith Wharton. Los hermanos Collyer no crecieron ricos pero sí como lo hace la gente acomodada. Hijos de un ginecólogo, su madre conservó siempre la ambición de convertirse en una gran cantante de ópera. Homer nació en 1881 (el año en que Henry James publicó Retrato de una dama, y del tiroteo en OK Corral); Langley, en 1985. En 1909 se mudaron a la casa de piedra rojiza y se quedaron en ella después de la muerte de sus padres. El dinero heredado les permitió vivir el resto de sus días sin trabajar, pero su ajetreo en busca de papel, maquinaria y objetos con que fortificarse frente a lo que les rodeaba fue constante.

Cuando la Policía empezó a investigar el caso de los Collyer, las primeras revelaciones ocuparon las portadas de los periódicos y miles de neoyorquinos se dieron una vuelta hasta Harlem para echar un vistazo. La curiosidad se tradujo en un continuo peregrinaje y lo que había sucedido en aquella casa no dejó de atraer el interés ni de incitar la imaginación en Nueva York.

No era para menos. En el interior del hogar, la suciedad resultaba indescriptible: las ratas merodeaban por todos lados, las pilas de periódicos eran gigantescas, se amontonaban las máscaras de gas y los pertrechos militares de guerra, había pianos por todas partes -se llegaron a contar catorce- y hasta un automóvil modelo T de Ford se hallaba aparcado en medio del salón. Sólo se podía circular por los estrechos pasillos que los hermanos habían abierto entre las montañas de objetos. La Policía encontró primero a Homer: estaba apoyado en una silla, lisiado y retorcido por el reuma, el pelo revuelto y blanco, la barba le cubría del pecho. Vestía un albornoz azul hecho jirones y había muerto de hambre. Con Langley dieron tres semanas después, pese a que su cuerpo permanecía sólo a cinco metros de distancia del cadáver de Homer, sepultado por los escombros. Murió aplastado por un derrumbe mientras intentaba acceder al rincón de la casa donde se hallaba su hermano, que era paralítico además de ciego, para llevarle de comer. Nunca llegó, murió aplastado por el camino. Las ratas se habían dado con él un último banquete.

A los pocos días de los primeros hallazgos publicados por la prensa, los hermanos acaparadores ya habían irrumpido en la mitología de Nueva York y, a partir de ese momento, formaron parte del lenguaje de la ciudad durante, al menos, dos generaciones. Cientos de madres neoyorquinas reprendían a sus hijos por el desorden o la suciedad en sus cuartos, acusándoles de actuar como los famosos hermanos de Harlem. Más de un vecino en la ciudad del Hudson se habrá sentido en algún momento un Collyer por apilar las revistas o los periódicos que es reacio a tirar. En medicina, el síndrome Collyer se ha estudiado como una variante del de Diógenes.

A Doctorow sólo le bastaba con unir los hilos. Al igual que en El libro de Daniel, Ragtime o, Billy Bathgate, se ocupó menos de la verdad que de interpretar el mito, moldeándolo a su manera. De hecho, Homer, el hermano mayor en la vida real, es en la novela el menor, como si el autor quisiese ofrecer una mayor sensación de protección: el ciego y el pequeño. Langley, por su edad, resulta improbable que combatiese en la Primera Guerra Mundial, de donde regresa en la ficción cargado de obsesiones y admirado por su hermano. De la misma manera que fue Langley el músico y no Homer como ha querido contárnoslo Doctorow en su maravilloso relato de las criaturas mitológicas que llenaron de misterio su adolescencia.

Langley investigaba el mundo, de ahí que no se desprendiese de su primer material de consulta: los periódicos. Pero hubo quienes dijeron que los conservaba para que su hermano pudiera leerlos cuando recuperara la vista. Por este último motivo, lo atiborraba de naranjas.

En resumidas cuentas, una historia como hay pocas.


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